Una gélida tarde de diciembre de 1938, en el laboratorio de Física del Instituto Nobel de Estocolmo, una mujer de ojos cansados y cierto aire de tristeza, miraba fijamente una hoja en blanco con la mente perdida entre seis décadas de recuerdos. La pluma se negaba a escribir, como si su dueña, Lise Meitner, doctora en ciencias físicas y conocedora como nadie de los misterios del átomo, quisiera hablar de otras cosas, de su propia vida. El destinatario de la carta era Otto Hahn, un científico brillante con quien había compartido 30 años de investigaciones en la lejana Alemania. La historia de ambos está unida para siempre al descubrimiento de la fisión nuclear.
Una gélida tarde de diciembre de 1938, en el laboratorio de Física del Instituto Nobel de Estocolmo, una mujer de ojos cansados y cierto aire de tristeza, miraba fijamente una hoja en blanco con la mente perdida entre seis décadas de recuerdos. La pluma se negaba a escribir, como si su dueña, Lise Meitner, doctora en ciencias físicas y conocedora como nadie de los misterios del átomo, quisiera hablar de otras cosas, de su propia vida. El destinatario de la carta era Otto Hahn, un científico brillante con quien había compartido 30 años de investigaciones en la lejana Alemania. La historia de ambos está unida para siempre al descubrimiento de la fisión nuclear.